miércoles, 23 de mayo de 2007

Noche de paz, noche de amor (Dos años siendo OMNIS III)

Hoy os traigo un escrito navideño. Sí, ya sé que no son fechas, pero es un texto del que estoy especialmente orgullosos. Con él gané un concurso literario del instituto ^^ Lo escribí en diciembre de 2005 y lo publiqué en "El club de los OMNIS terminales (WLS Ver.)" el día 21 de ese mismo mes. Espero que os guste.

NOCHE DE PAZ, NOCHE DE AMOR

Aún puedo recordar la nieve cayendo sin cesar, cubriendo del color más puro los tejados de las casas, las ramas desnudas de los árboles, la calzada... (ahora son las cenizas lo que todo lo cubren). Aún puedo recordar el crepitar de las llamas dentro de la chimenea. Aún puedo recordar que me sentaba frente a ella, jugando con mis muñecos de plástico articulado: los vestía de soldados y hacían la guerra. Los colores del fuego se posaban en mi rostro (en estos momentos, lo que ciega mis ojos es el resplandor de las bombas). Aún no tenía seis años. Mientras los gritos de agonía de los soldados rebotaban en cada una de las paredes de la sala, mi madre ponía la mesa y mi padre acababa de colocar el árbol de Navidad en su sitio (hoy, los gritos no resuenan en campo abierto). Más tarde, después de cenar, lo adornaríamos todos juntos. Mi hermana me llamaba y yo me hacía el remolón: no estaba dispuesto a abandonar a mis tropas (ahora daría cualquier cosa para salir de aquí). Finalmente, ignorando mis quejidos, mi padre me alzaba en brazos y me sentaba a la mesa.

Una vez acabados los postres, llegaba uno de los momentos más esperados del año (en estos momentos, lo único esperado es la muerte). Uno a uno, por turnos, íbamos colocando en el árbol de Navidad todos y cada uno de los adornos que, durante el resto de meses, se guardaban en una caja de cartón, en lo alto del armario de mis padres (hoy, las cajas de cartón guardan granadas). El orden de colocación, así como su situación en la planta, seguían un orden meticuloso, casi ritual (como si se estuviesen disponiendo tropas sobre el campo de batalla). Primero, el espumillón dorado que, desde la punta de la copa, se enroscaba, cual serpiente, hasta rozar la maceta que escondía el tronco del robusto abeto. A continuación, el espumillón plateado, en tiras, dividía en cuatro partes, de arriba abajo, el árbol de Navidad. Mientras mi hermana colgaba de las ramas pequeños regalos y figuritas de ángeles, yo tomé entre mis manos la estrella plateada que, envuelta en plástico de burbujas, se encontraba en el fondo de la caja de cartón. Lentamente, con cuidado, desenvolví el adorno y, apartando a un lado el plástico, sostuve la estrella frente a mi y observé su brillo (ahora el humo no nos deja ver el resplandor de los cuerpos celestes). Sin apartar un momento la vista de su plateado esmalte, reseguí con mi dedo el contorno de la estrella: una punta, dos puntas, tres puntas, cuatro puntas, cinco puntas.

De pronto, un leño de la chimenea saltó. La estrella se tiñó de rojo por el fulgor de las llamas y mi sobresalto hizo que se precipitase en dirección al suelo (en estos momentos, ya no siento nada al ver el color de la sangre). Por suerte, cayó en mi regazo, que detuvo su caída a tiempo. Al parecer, nadie se percató del incidente. Mi padre se alejó unos momentos para recolocar la leña en la chimenea. Al regresar, me preguntó si quería poner en la punta del árbol la estrella, que aferraba con fuerza contra mi pecho para evitar que volviese a caer (cuantas veces he aferrado el cadáver de un amigo para evitar que me lo arrebatasen). Tímidamente, asentí. Mi padre me levantó cogiéndome por debajo de los hombros y me elevó hasta la altura del árbol (hoy, sólo las minas logran levantarnos del suelo). Con una sonrisa en los labios y procurando no mirar hacia abajo, estiré los brazos e inserté la arandela de la estrella plateada en la rama más alta. Quedó colgando y se balanceó débilmente. De nuevo en el suelo, todos mirábamos con orgullo el trabajo realizado y el gozo de la Navidad llenaba nuestras almas y envolvía nuestro corazón (ahora mi alma duerme, mi corazón no siente, mi mente fría todo lo controla). En ese momento mi madre se ponía al piano y, mientras tocaba, la acompañábamos cantando villancicos populares hasta tarde.

Aunque no tuviese sueño, me hacían ir a la cama. A diferencia de otras noches, en Noche Buena no me quejaba y me ponía el pijama sin rechistar. La noche del 24 de diciembre era una noche muy especial. Me lavaba los dientes y me metía en la cama, donde, arropado de pies a cabeza para combatir el frío, esperaba a que mis padres viniesen a darme las buenas noches (en estos momentos, es el cañón del fusil quien me acuna). Mientras esperaba, recordé el último día de Navidad, cuando Papá Noel me regaló mis queridos muñecos soldado. Aquel año le había pedido un camión para que mis muñecos no se cansasen de andar, ya que a mí me cansaba mucho y siempre hacía que me llevasen a caballito (ahora debo arrastrarme para avanzar). Esperaba que me lo trajese y, aunque no lo aparentaba, estaba muy nervioso. ¿Y si, por cualquier motivo, Papá Noel no podía venir?¿Y si se le acababan los camiones antes de llegar a casa o no se acordaba de mi pedido? Ante estas dudas decidí pasar la noche en vela (inocente). Haría guardia, igual que la hacían mis muñecos cuando se encontraban en mitad de una guerra (hoy, no he logrado descubrir si salió el sol o se quedó escondido). En cuanto todos se durmiesen, yo me levantaría y me sentaría frente a la chimenea a esperar que llegase Papá Noel para recordarle lo que quería. Incluso pensé que, para no dormirme, me podía llevar a mis soldados, que me ayudarían a mantenerme despierto: me enseñarían como soportar noches y noches sin dormir, a la espera que, en cualquier momento el enemigo lance una ofensiva (en estos momentos, he descubierto que la guerra no es un juego). Llegaban mis padres y, dándome un beso en la frente, me daban las buenas noches. Antes de irse a su cuarto me arropaban bien y me dejaban la luz del pasillo encendida para que no tuviese miedo (ahora hecho de menos una luz que rompa el negro manto de la noche). Este hecho favorecería mi misión. Sonreí mientras les daba las buenas noches.

Me quedé quieto, esperando el momento propicio para irme a hacer de centinela junto al árbol de Navidad, atento a cualquier indicio que me dijese que mis padres aún no se habían dormido. Pero el cansancio me pudo y me postré ante Morfeo (hoy, no tengo sueños para dejarme llevar).

***

Un estruendo me hace despertar. Miro alrededor. Ahora son las cenizas lo que todo lo cubren. En estos momentos, lo que ciega mis ojos es el resplandor de las bombas. Hoy, los gritos no resuenan en campo abierto. Ahora daría cualquier cosa para salir de aquí. En estos momentos, lo único esperado es la muerte. Hoy, las cajas de cartón guardan granadas, como si se estuviesen disponiendo tropas sobre el campo de batalla. Ahora el humo no nos deja ver el resplandor de los cuerpos celestes. En estos momentos, ya no siento nada al ver el color de la sangre, cuantas veces he aferrado el cadáver de un amigo para evitar que me lo arrebatasen. Hoy, sólo las minas logran levantarnos del suelo. Ahora mi alma duerme, mi corazón no siente, mi mente fría todo lo controla. En estos momentos, es el cañón del fusil quien me acuna. Ahora debo arrastrarme para avanzar. Inocente, hoy, no he logrado descubrir si salió el sol o se quedó escondido. En estos momentos, he descubierto que la guerra no es un juego. Ahora hecho de menos una luz que rompa el negro manto de la noche. Hoy, no tengo sueños para dejarme llevar, sin embargo, estaba soñando con tiempos mejores.

Miro alrededor. Sólo veo la guerra. La muerte todo lo cubre. El hambre se encuentra por doquier y las epidemias acaban con los pocos que aún no han muerto con una bala en su interior. Quizá llegó el Apocalipsis. Quizá nosotros lo trajimos. Quizá lo creamos. Y aquí, en una trinchera, lejos de casa, me he quedado dormido durante la guardia. Había olvidado que día era hoy, pero tampoco importa. Otra explosión, gritos, destellos, humo y fuego. Dan la orden de atacar. Me pongo en pie, con cuidado de no perder la cabeza en un descuido. Disparos, cañonazos, empujones y alaridos de dolor. Tomo mi fusil y salgo de mi escondite en la zanja. Me adentro en el campo de batalla, entre la niebla, hacia la muerte. Nochebuena, noche de paz; Nochebuena, noche de amor...

Aquí, ya no hay Navidad...

24 de diciembre de 2009

3ª Guerra Mundial

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