Y allí, mientas miraba los ojos ardientes de la bestia mitológica, Jordi, valeroso caballero, sabía que lo que estaba apunto de hacer haría que
Al llegar al recinto amurallado que rodeaba la ciudad, gobernada por un enorme castillo, vio como el puente levadizo bajaba para abrir un camino sobre el foso, hacia el interior de la ciudad, sin que él se hubiese presentado ante los vigías. ¿El motivo? Una figura cubierta con una capa negra que, gimiendo (o eso le pareció al caballero), con paso lento, cabeza gacha y arrastrando los pies, cruzó el puente y, tras cruzarse con Jordi un segundo, siguió su camino hacia el horizonte.
Sólo fue un segundo, pero durante el segundo en el que pudo sentir la presencia de vida en aquella figura que se acababa de cruzar, un embriagador perfume le envolvió.
Los guardias de la muralla le dijeron de malas maneras que entrase, que era tarde y debían cerrar la ciudad. Una vez dentro, Jordi se encontró con una calle desierta. El sol empezaba a decaer y la luz anaranjada iluminaba las construcciones de piedra y los adoquines del suelo. Siguió caminando mientras se preguntaba el porqué de aquel silencio. La respuesta la encontró al llegar a la plaza.
Al bajarse del caballo, un mozo de cuadras se le acerco con la intención de captarlo como cliente. Jordi no tuvo reparos en dejarle su caballo, pero puso una condición: que le explicase qué ocurría en aquella ciudad. Y, mientras la noche cubría con su estrellado manto el cielo, el caballero asistió al relato más escalofriante que había oído jamás. La situación de aquella ciudad era más terrible que estar sitiado en Constantinopla por el ejército turco, más terrible que la situación de los cruzados en Jerusalén.
No dio tiempo a reprochar al muchacho. Volvió a montar en su caballo y, haciendo caso omiso a los gritos del joven, cabalgó hacía la puerta de la ciudad. A medida que se acercaba vio que el puente levadizo comenzaba a alzarse y, temerariamente, atizó a su caballo y aprovechó la velocidad para salvar ese obstáculo saltando por encima del foso hasta la orilla exterior.
Dejada atrás la ciudad y los insultos de los centinelas, Jordi no podía dejar de pensar en lo que le había contado el mozo de cuadras. Al parecer, aquella había sido una ciudad prospera en el pasado, pero un enorme y fiero dragón se había asentado en una cueva cercana, decidiendo que aquella y otras ciudades formaban parte de su territorio. Así, pedía que los habitantes de estas poblaciones le rindiesen tributo en forma de comida a cambio de su vida. Empezó demandando los animales que servían de alimento a los habitantes y, poco a poco, el número de cabezas de ganado fue disminuyendo. A medida que los animales eran devorados y las ciudades ya no tenían que ofrecer, el dragón ordenó que, cada día, le enviasen a su morada una persona viva elegida por sorteo. Y, de esa manera, una a una, todas las ciudades de los alrededores había caído y permanecían abandonadas.
Sólo una ciudad, la más grande, resistía a duras penas. Esta ciudad hacía el sorteo ritualmente y todos sus habitantes podrían haber sido los elegidos aquel día. Pero la desgracia cayó sobre la familia real, cuyos miembros, conscientes del dolor de su pueblo, también quisieron formar parte del sorteo. Ya la reina había caído en las garras del fiero dragón y, esta vez, le tocó el turno a
El caballero Jordi se adentraba en la noche decidido a rescatar a
En ese momento, del fondo de la cueva, que permanecía a oscuras, apareció el enorme ser infernal. De piel escamosa y verdosa, sus grandes ojos amarillos quemaban con sólo mirarlos. El dragón tenía dos grandes alas cartilaginosas y un enorme cuerno sobre las fosas nasales, de las que salía un pequeño hilillo de humo.
El dragón se acercó a su víctima y la observó en silencio unos instantes. Jordi contuvo su respiración. Entonces, el dragón empezó a aspirar aire e, imaginando lo que iba a hacer, Jordi salió de su escondite mientras, a gritos, reprendía la tiránica actitud del lagarto.
No sin dificultad, Jordi logró esquivar la llamarada que se dirigía a él. Recuperó el equilibrio y se quedó mirando fijamente los ojos del dragón mientras con su mano derecha acariciaba la empuñadura de la espada que llevaba al cinto.
Y allí, mientas miraba los ojos ardientes de la bestia mitológica, Jordi, valeroso caballero, sabía que lo que estaba apunto de hacer haría que
Una vez a salvo,
Y, mientras amanecía,
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