lunes, 23 de abril de 2007

San Jordi (San Jorge)

Y allí, mientas miraba los ojos ardientes de la bestia mitológica, Jordi, valeroso caballero, sabía que lo que estaba apunto de hacer haría que la Historia lo recordase.

Al llegar al recinto amurallado que rodeaba la ciudad, gobernada por un enorme castillo, vio como el puente levadizo bajaba para abrir un camino sobre el foso, hacia el interior de la ciudad, sin que él se hubiese presentado ante los vigías. ¿El motivo? Una figura cubierta con una capa negra que, gimiendo (o eso le pareció al caballero), con paso lento, cabeza gacha y arrastrando los pies, cruzó el puente y, tras cruzarse con Jordi un segundo, siguió su camino hacia el horizonte.

Sólo fue un segundo, pero durante el segundo en el que pudo sentir la presencia de vida en aquella figura que se acababa de cruzar, un embriagador perfume le envolvió.

Los guardias de la muralla le dijeron de malas maneras que entrase, que era tarde y debían cerrar la ciudad. Una vez dentro, Jordi se encontró con una calle desierta. El sol empezaba a decaer y la luz anaranjada iluminaba las construcciones de piedra y los adoquines del suelo. Siguió caminando mientras se preguntaba el porqué de aquel silencio. La respuesta la encontró al llegar a la plaza.

Al bajarse del caballo, un mozo de cuadras se le acerco con la intención de captarlo como cliente. Jordi no tuvo reparos en dejarle su caballo, pero puso una condición: que le explicase qué ocurría en aquella ciudad. Y, mientras la noche cubría con su estrellado manto el cielo, el caballero asistió al relato más escalofriante que había oído jamás. La situación de aquella ciudad era más terrible que estar sitiado en Constantinopla por el ejército turco, más terrible que la situación de los cruzados en Jerusalén.

No dio tiempo a reprochar al muchacho. Volvió a montar en su caballo y, haciendo caso omiso a los gritos del joven, cabalgó hacía la puerta de la ciudad. A medida que se acercaba vio que el puente levadizo comenzaba a alzarse y, temerariamente, atizó a su caballo y aprovechó la velocidad para salvar ese obstáculo saltando por encima del foso hasta la orilla exterior.

Dejada atrás la ciudad y los insultos de los centinelas, Jordi no podía dejar de pensar en lo que le había contado el mozo de cuadras. Al parecer, aquella había sido una ciudad prospera en el pasado, pero un enorme y fiero dragón se había asentado en una cueva cercana, decidiendo que aquella y otras ciudades formaban parte de su territorio. Así, pedía que los habitantes de estas poblaciones le rindiesen tributo en forma de comida a cambio de su vida. Empezó demandando los animales que servían de alimento a los habitantes y, poco a poco, el número de cabezas de ganado fue disminuyendo. A medida que los animales eran devorados y las ciudades ya no tenían que ofrecer, el dragón ordenó que, cada día, le enviasen a su morada una persona viva elegida por sorteo. Y, de esa manera, una a una, todas las ciudades de los alrededores había caído y permanecían abandonadas.

Sólo una ciudad, la más grande, resistía a duras penas. Esta ciudad hacía el sorteo ritualmente y todos sus habitantes podrían haber sido los elegidos aquel día. Pero la desgracia cayó sobre la familia real, cuyos miembros, conscientes del dolor de su pueblo, también quisieron formar parte del sorteo. Ya la reina había caído en las garras del fiero dragón y, esta vez, le tocó el turno a la Princesa. Nadie quería que ella fuese la devorada aquel día, ya que era amada por todos por ser alegre y bondadosa, y se acordó repetir el sorteo. Pero la Princesa, haciendo honor a su posición, decidió que no sería justo que la absolviesen, así que aceptó su pena y salió de la ciudad cubierta con una capa negra.

El caballero Jordi se adentraba en la noche decidido a rescatar a la Princesa. Llegó rápidamente hasta la cueva donde residía el dragón y que se encontraba iluminada con antorchas. Dejando atrás su caballo, entró sin pensarlo un instante. El calor era insoportable y, si no fuese porque ya había sufrido alguna vez el calor del desierto, el caballero se habría desmallado al entrar. Escondido tras una columna de piedra natural, Jordi pudo ver a la Princesa que, consciente de su destino, permanecía de rodillas en el suelo, con una Biblia entre las manos, rezando.

En ese momento, del fondo de la cueva, que permanecía a oscuras, apareció el enorme ser infernal. De piel escamosa y verdosa, sus grandes ojos amarillos quemaban con sólo mirarlos. El dragón tenía dos grandes alas cartilaginosas y un enorme cuerno sobre las fosas nasales, de las que salía un pequeño hilillo de humo.

El dragón se acercó a su víctima y la observó en silencio unos instantes. Jordi contuvo su respiración. Entonces, el dragón empezó a aspirar aire e, imaginando lo que iba a hacer, Jordi salió de su escondite mientras, a gritos, reprendía la tiránica actitud del lagarto.

No sin dificultad, Jordi logró esquivar la llamarada que se dirigía a él. Recuperó el equilibrio y se quedó mirando fijamente los ojos del dragón mientras con su mano derecha acariciaba la empuñadura de la espada que llevaba al cinto. La Princesa, tras recuperarse de la impresión de haber visto llegar a aquel desconocido en su ayuda, tenía la respiración agitada y temblaba: no era capaz de articular palabra.

Y allí, mientas miraba los ojos ardientes de la bestia mitológica, Jordi, valeroso caballero, sabía que lo que estaba apunto de hacer haría que la Historia lo recordase. Apretó su puño alrededor del frío acero y embistió a la horrible criatura que, fácilmente, esquivo el ataque frontal del caballero. Pero éste ya lo tenía todo planeado y su ataque sólo había servido para situarse en un lugar perfecto para asestar un golpe mortal. Así, situado a la altura del largo cuello del lagarto alado, cuando éste echó hacia atrás la cabeza para tomar aire con la finalidad de convertir su cueva en un infierno de fuego, Jordi, con toda su fuerza, insertó su hoja en la garganta del dragón, de cuya boca escapo un grito ahogado y desgarrador. La bestia empezó a tambalearse y, mientras lo hacía, el caballero se acercó a la Princesa, a quien rodeó con sus brazos, y corrieron a ponerse a salvo antes de que la fiera se desplomara.

Una vez a salvo, la Princesa y el caballero Jordi asistieron sorprendidos al nacimiento de un rosal que, brotando desde la herida en el cuello del dragón, envolvió el cadáver rápidamente y dejó brotar unas enormes rosas rojas por toda la cueva. La Princesa dio las gracias al caballero desconocido quien, acercándose al rosal, cortó una rosa y se la entregó a la dama de embriagador perfume. Ella, a cambio, decidió regalarle su Biblia.

Y, mientras amanecía, la Princesa, quieta al lado de la cueva, veía como aquel valiente caballero que la había salvado y al que nunca podría olvidar, ya que siempre lo llevaría en su corazón, se alejaba hacia el horizonte montado en su caballo. Lo último que le había dicho era su nombre: Jordi.

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